DE CLAUDIO MORHAIN
  El Viejo palpó la piedra con cuidado.
  Estaba caliente.
  Entrecerró los ojos. Era un buen sol. Sí, no había duda de que lo era. Su componente    principal: amarillo. Un buen sol.
  Y tampoco había duda. La piedra estaba caliente por el sol. Y el aire era fresco,    perfumado: balsámico. Era bueno estarse así, al sol...
  Cruzó las piernas bajo sus muslos. Y los brazos. Cerró los ojos totalmente,    y se dejó hamacar por una nana que pugnaba por apretarse contra las cansadas    paredes de su cerebro.
  Ah, era bueno estarse así, al sol. Al calor. Después de tanta...
  El muchacho lo estaba mirando.
  No supo en qué momento el muchacho había llegado allí, en qué momento se había    detenido para mirarlo. Sólo abrió los ojos, y lo encontró, frente a sí. Mirándolo.    Era un muchacho joven, con los cabellos quizás largos, castaños. Los ojos francos.    Vestía ropas de arpillera o algo semejante, con un diseño como el de los mamelucos    de cuando el Viejo era niño. Unas cabras (las miró dos veces y sí, eran cabras)    pastaban un poco más allá, junto al verde camino que intuyó llevaba a alguna    ciudad.
  Se oía una especie de flauta, lejana, y el silbo del viento entre los árboles.
  Esperó, expectante, la voz del mozo. De eso dependían tantas cosas.
  - ¿Quién sos, che?
  Suspiró. No sólo estaba en un lugar con idioma castellano, español. Además estaba    en un lugar donde se hablaba su castellano.
  - Llamame el Viejo, pibe. ¿Y vos, quién sos?
  - ¿El Viejo? Pero... vos no sos un viejo. Tendrás... ¿Pero de dónde saliste?    Nunca te vi por estos pagos...
  Sí, era muy posible que ahora no fuese un viejo. Lo sabría cuando encontrase    un espejo, o un poco de agua donde el reflejo le permitiera mirarse. No importaba.
  - ¿Qué pagos son estos, muchacho? ¿Qué época?
  - Ah, sos un forastero... Comprendo. Alguno que llegó con el traspaso de la    medianoche, y se deslizó fuera de la estación, ¿eh? ¿De dónde venís, Viejo?
  - Una pregunta cada uno. ¿Cómo te llamás, pibe?
  - Hétor. Soy Hétor.
  Caminaron por la ruta verde. Sí, había césped sobre el camino, y no cruzaron    ningún vehículo yendo o viniendo de la ciudad. Pero sin duda habría algún medio    de locomoción. El Viejo no quiso preguntarlo en ese momento. El cielo empezaba    a enrojecer, por un sitio que debería ser el oeste.
  - ¿Qué época es, Hétor?
  - Verano.
  - ¿Qué año?
  - ¿Cómo qué año? Este año. Verano de este año. ¿Qué preguntás, Viejo?
  ¿Cómo hacerle entender de fechas, de calendarios? Aparentemente, Hétor no los    usaba. ¿Qué era esto? ¿Una sociedad pastoril? Tal vez una época regresiva después    de algún holocausto. Había un aire como a gastado en los árboles, en los cerros,    en las piedras. Sí, eso debería ser. Una sociedad pastoril del...
  La Ciudad surgió de pronto, como acunada por un valle. ¿Córdoba? El Viejo sacudió    la cabeza. Ya había aprendido eso. Era como mirar el tajo de la boca del perro    y los ojos ceñudos del búho y decir "sonríe" o "está enojado". Simples transposiciones    de lo de uno a lo desconocido.
  La Ciudad tenía cristales, torres. El aire entre las torres estaba recorrido    por vibraciones extrañas, por sombras indescriptibles. Extraños juegos de colores    se deslizaban por las calles cubiertas de césped. Música. Brotando, creciendo,    yéndose y viniendo. Algunas personas, saludando, sonriendo. Y Hétor, llevando    sus cabras a una casita cuadrada y amorfa, como cambiante, como recipiente para    distintas percepciones. Acaso fuera eso. Un mundo de recipientes para las sensaciones    individuales y diferentes.
  - ¿Por qué criás cabras? ¿Cómo podés criarlas en la ciudad?
  - Dejate de joder con preguntas, Viejo. No sé contestarlas. Vas a vivir en mi    casa, si no te molesta. A Heva le vas a gustar.
  - ¿Tu esposa...? Perdoname, no puedo dejar de preguntar...
  - Sí, mi esposa. Una linda esposa, Viejo. A vos también te va a gustar.
  Heva era algo más que una chica para gustar. Era bella. Tan bella que dolía...
 
 
  No, no era plástico, como le había parecido en un principio. Tocando suavemente    las paredes, uno tenía la sensación de palpar ladrillos cocidos hasta volverse    vidrio. O cerámica. Las paredes eran el principio de la exploración, claro.    Porque la casa estaba llena de recovecos insólitos. Y de lugares comunes, como    el inodoro, como la pava y el mate. Lugares no comunes, como esa especie de    horca con una soga colgando del cielo hacia una ventana pálida en el techo,    o la urna ribeteada de dientes que ondula suavemente en el borde de la pecera.    Una pecera de peces proyectados, porque son siempre los mismos y recorren siempre    el mismo hipnótico circuito. Y la extraña textura de los sillones, como piel    de chancho sin pelar. Y esa luz que flota sin cables ni interruptores. El Viejo    se pasa las horas tanteando la casa, intentando comprender, correlacionar, ubicar    aquellas cosas en algún lugar de su tiempo y su espacio. Heva y Hétor lo miran    algo de soslayo. Con una mirada que el Viejo reconoce, y a la vez no comprende.    Sí, ya, ya. Es la mirada del adulto que mira de soslayo cómo el niño gatea tanteando    todas las patas de los muebles y las molduras de los armarios. Sí, ya, ya. El    Viejo, claro, tiene una mente formidable, y está comprendiendo en parte lo extraño    de la casa. Y acaso de la pareja. Son las patas y las molduras inferiores de    un mueble tan alto y lejano que su estatura no alcanza. Sí. Tiempo y espacio.    Mucho, en el futuro, no hay duda. En el futuro del Viejo, claro. Acaso sepan    de él. Acaso...
 
 
 
  Antes, el primer día, Heva lo recibió con un beso. Un beso en la boca. Un beso    profundo, de una profundidad desconocida. Heva penetró dentro suyo, junto con    su lengua suave. Fluyó en el interior del Viejo con un sentimiento nuevo y a    la vez antiguo. El Viejo sintió una dulzura suave que le recorría el cuerpo,    un abandono dulce. Y dolorosamente reconoció aquel sentimiento. En su tiempo    y en su espacio, era amor.
  ¡¡AMOR!! ¡¿DÓNDE ESTÁS, AMOR MÍO?! ¡¡HIJAS!! ¡OH, DIOS!
  El llanto acudió a sus ojos, bañó el rostro de Heva. Heva apartó la boca. Lo    miró con asombro. Palpó con suavidad las lágrimas.
  - Mirá, Hétor. Son lágrimas. Lágrimas tristes.
  - Sí... Y no son de gozo. Son lágrimas de sufrimiento.
  - Vení, Viejo. Las noches son extremadamente frías. Vení, sentate junto al fuego.    Vamos a hacerte pasar ese dolor. Vení...
  Lo sentaron -eso fue el día en que llegó- frente al fuego de leña crepitante    en el hogar de ladrillos -éstos sí eran ladrillos-. Hétor le abrigó las rodillas    con una manta catamarqueña o eso parecía, de lana pura y verdadera, tejida en    telar artesano. Heva le acarició las manos.
  - En nuestro mundo nadie sufre como vos, Viejo... Vos... no sos de este mundo,    ¿cierto?
  - No, Heva. Claro que no.
  - Quizás te hayan mandado aquí para que te curemos, ¿no?
  - ¿Quién puede saberlo, hija?- el Viejo sonreía entre sus lágrimas, y sonreía    triste. Había tantas leyendas en su espacio y en su tiempo...¿quién puede saberlo?
  Heva deslizaba sus suavísimos dedos por las turgentes venas y los delgados huesos    de la mano del Viejo. Curioso. Antes habían estado allí las marcas de las púas    del alambre, y las de sus propios dientes, cuando se mordía para aguantar el    dolor, y la tercera falange destrozada irremediablemente por la morsa de carpintero    de la "enfermería", y la cicatriz blanca donde le habían arrancado las uñas,    y la pus que nunca acababa donde le habían metido las espinas de cacto, y...
  - Oh, Hétor, mirá cómo llora. No puedo soportarlo. No puedo.
  - Tampoco yo, Heva.
 
 
  El interior de la casa también tenía césped. Suave. Cálido. Las cabras habían    entrado con ellos, y triscaban en un rincón. Por la ventana abierta se veía    caer la noche entre los árboles, y llegaba el trino de los últimos pájaros.    ¿Qué era aquello? ¿Estereoproyección? ¿Paisaje de plástico? El aire cálido de    la estufa, ¿hipnosis? El silencio de fondo, ¿amortiguación de vibraciones?
  La mente del Viejo, corriendo aparte de los sentimientos y los recuerdos y del    dolor mismo, seguía empeñada en el desentrañamiento lógico. Mejor así. Una parte    del Viejo, al menos, conservaba los pies en la tierra. En aquella tierra.
  - En algunos planetas se guerreaba. Durísimas batallas. Terrible armamento...
  - Sí. Lo sabemos.
  - En otros lugares había seres rosados, informes. Cantaban a las cosas, con    una dulzura conmovedora. Pero, en el tiempo del celo, se devoraban entre ellos.
  - Sí. Tenemos nombres para nombrarlos.
  - Nombres. Conocí cosas de mil nombres. Y cosas innombrables. Asistí a acontecimientos    miserables. Y a acontecimientos fabulosos. En Laskaria...
  - Los Glóbulos perdieron la guerra contra los Gurbos...
  El viejo sonrió. Sí. Aquel mundo era su mundo. Ellos sabían las cosas que él    sabía.
  - ¿Esto es la Tierra, verdad? ¿Estoy en la Tierra, muchachos?
  Entonces, Héctor y Heva sonreían.
  Y en su sonrisa el Viejo comprendía que no, no sabían de qué hablaban. Que acaso    no lo habían sabido nunca. Que quizás los dos o tres nombres conocidos que deslizaba    en las conversaciones fueran extraídos de su pensamiento. O de sus subvocalizaciones.
  Y sus manos se enfriaron. Y la oscuridad pareció ganar la casa verde y amable.    Estaba solo.
 
 
  La cama de espuma, de todos modos, incitaba al sueño. Al sueño, más que al descanso.    La mente viajaba más allá de un cuerpo en reposo.
  Caminaba por la oscuridad pelada del desierto de cristales.
  Por encima de la colina, aparecían los pawnees, con sus rostros señalados    con las torvas pinturas del camino de la guerra.
  Y oía los secos disparos de los poilús, desparramados por el viento helado,    mientras acababan a los boches distraídos en las trincheras, en la tierra    estremecida por los cañones de Montecassino.
  Caminaba esquivando los conos perfectos de las hormigas y las casas ideales    de los horneros, y alguien gritaba a lo lejos: Eternauta...
  El Viejo sonreía en sueños. Eternauta. Precisamente a él...
  No, no decía "Eternauta" la voz. Es que uno se rayaba con las torpes fantasías    de la loca imaginación. Uno se bancaba demasiado las angustias existenciales    de los personajes no-uno que salían -empero- de uno mismo.
  La voz decía "Viejo" y era la de Heva.
  Heva, que se había untado el cuerpo desnudo con un aceite aromático, dorado    brillante, con gusto a manzanas verdes. Dulzón...
  Su ciencia en el amor era increíble.
  El Viejo sentía que una parte de sí se le iba, con el semen ardiente. Como si    lo vaciaran.
 
  -Debo irme- dijo el Viejo.
  - ¿No sos feliz aquí? ¿No te complace mi mujer? A lo mejor preferís que sea    yo quien...
  - No. No es eso. Debo irme,,, porque tengo miedo.
  - Venís de algún sitio de dureza y dolor, Viejo. Aquí estarás bien. Aquí somos    felices.
  - Sí, ya me di cuenta. Y eso es a lo que temo. Ser feliz. Perder mi dolor. Mi    angustia. Olvidarme de mi tristeza.
  - No te entiendo. ¿No buscás eso? ¿No querés felicidad?
  - Sí. Pero también quiero mi identidad.
  - Tu identidad no vale lo que tu felicidad.
  El Viejo sonrió con tristeza. Ellos no entendían.
 
  Se sentaban junto al fuego, porque los días eran cortos, y las noches muy frías.    Caminaban por las colinas con las cabras. O asistían a torneos de excitación,    con muchas otras personas amables. La sensación que producían al Viejo era aquella    de las películas en episodios en el cine de su barrio. Sólo la sensación, claro.
  Un día consiguió huevos verdaderos. Y un sustituto de aceite de freír. Y un    cacharro que remedaba una sartén. Huevos fritos.
  En la superficie tersa del aceite halló el espejo que no había hallado en ninguna    parte.
  En la superficie tersa del aceite se vio.
  Un hombre joven, era ahora. De la edad de Hétor. Rasgos seguros, suaves y recios.    Cabello muy rubio, casi albino. Y en el fondo de sus ojos.
  En el fondo de sus ojos...
  Su nietito lo habían traído cómo lloraba mejor no mirarlo pensar todo está bien    que no me vea tan mal viejo sin dientes golpeado el hígado destrozado a golpes    orino sangre cago una cosa blanca el hombre atado al poste conmigo hablando    de los ojos de su madre yo contando mis historietas entre la boca como pulpa    por la cucharita el cosquilleo en los testículos primera sensación de electricidad    luego el golpe el aire se va primer calor de los cigarrillos que no veo cerca    del rostro luego la quemazón la abeja mordiendo mordiendo la cucharita en la    boca ardiendo o vibrando de electricidad los pulmones destrozados por el agua    con orines que entra al final aunque uno no quiera el diente roto apretando    la mandíbula para que corte no sé si eso que como sin ojos es como polenta grasienta    o escupitajos vedes fideo crudo o cucaracha bastón de goma en las costillas    peguen más hijos de puta yo que nunca insulto a nadie así que hijos de puta    tomá mierda traigan a la hija la violamos enfrente suyo pero ni así nunca la    trajeron un gaucho que amaba a los caballos y un perrito con los ojos
  ¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!!!
 
  Heva y Hétor lo arrastraron al sillón pelo-de-chancho frente a la estufa de    leña, llorando, llorando, llorando.
  - ¿Qué es esto, Hétor? ¿Por qué llora así? Parece que se ahoga.
  - No sé, Heva. Dicen en la Estación de Traspaso que ellos no lo mandaron al    Hospital. No entiendo quién es ni de dónde vino.
  - Yo sí entiendo algo. Va a destrozarnos.
  - Tendrá que irse.
  Tomaron sus manos. Las apoyaron en sus caras. Y la corriente de dolor y angustia    se fue descargando. A través de ellos. Destrozándolos.
 
  Un chirrido espantoso un golpe de puertas metálico tipos que corren golpes abajo    insultos más insultos olor a pólvora vieja gritos golpe contra el piso de goma    suciedad barro aplastado se mueve el piso nos trasladamos dónde me llevan por    qué no me merezco tanta atención si apenas se lo llevaron dónde dónde quién    lo vio nadie nadie nadie pregunten no puede ser díganle a Collins qué puede    averiguar no no está en ningún lado seguro salió del país qué es país pero tendría    que escribir para él vivir sin escribir tiene que ser como vivir sin pensar    no está desaparecido como las hijas el yerno los yernos qué pasa no puede ser    aquí está aquí hecho un guiñapo viejo para qué sirve para qué de rodillas traigan    la ametralladora ahora un sonido agudísimo una luz crudísima gritos tan lejanos    ahora la calle de piedra qué arrastran parece un dinosaurio gritando de terror    caer caer caer...
  ¡¡¡¡¡HIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIJAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAASS!!!!!
  Heva y Hétor lo sentaron en la piedra caliente. Sus rostros ya no eran serenos.    Pero, curioso, parecían más humanos. Lo sentaron en la piedra que el Viejo creía    que calentaba el sol.
  - Gracias, Viejo.
  La sonrisa del Viejo siempre sería triste. Pero ahora ellos sabían que también    era bella.
  - ¿Gracias por qué? Destruí su felicidad, muchachos...
  - Nos enseñaste. Ahora conocemos el Dolor. Y el Dolor es bueno.
  El Viejo meneó la cabeza. Sí. Seguramente el dolor también es bueno. Aunque    uno no sepa para qué... hasta que es demasiado tarde.
  Las cabras balaron. Y, curioso, hasta el balido parecía triste, ahora.
  Heva y Hétor se tomaron de las manos. Se las apretaron con inusitada firmeza.    La piedra caliente estaba vacía.
  El Viejo se había ido.
  El Viejo... había desaparecido.
  
(c) Jorge Claudio Morhain, 1984
(Nota del Webmaster: Este cuento es un homenaje del    autor, Jorge Claudio Morhain, a Héctor Germán Oesterheld, un autentico maestro    de la historieta argentina, creador de "EL ETERNAUTA", probablemente la historieta    argentina más famosa de todos los tiempos. Oesterheld fue secuestrado, torturado    y asesinado por "fuerzas de seguridad" durante la última dictadura militar que    sufrío la Republica Argentina. Igual suerte corrieron sus hijas. )
  
   
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